El año pasado, en este mismo día, a esta hora estaba durmiendo. Era domingo. La tarde del sábado la había pasado con la familia, reunidos todos en el hospital, habiéndole dado un break a la enfermera, nos encontrábamos como pocas veces todos juntos en el cuarto de la Yaya. Nunca estábamos todos porque el cuarto era pequeño y hacía mucho calor, así que tomábamos turnos, para estar, para descansar, para despejarnos y para quedarnos. Ese día por alguna razón, estábamos todos juntos. Debió hacer menos calor… logramos encontrar todos, un hueco donde sentarnos. Carlos estaba en México hace más de una semana y planeaba su regreso en 1 o 2 días. Por primera vez no teníamos un semblante parco ni melancólico. Ahora lo recuerdo, empezamos a hablar de ella. Yo comencé a preguntarles en qué creerían que reencarnaría -en caso que creyeran en eso- y fueron diciendo su parecer, coincidiendo todos en un ave. Un águila, un colibrí dije yo, otros que no recuerdo. Nos reímos y eso dio paso a comenzar a contar anécdotas familiares, de ella, con ella, por ella. Parecía una tarde de domingo familiar, sólo faltaba la carne asada. Alguien decía: “te acuerdas las pantuflas que nos regalaba en navidad” y la miraba y sonreía. Nos turnábamos la silla al lado de su cama para sostener su mano, para estar más cerca por un rato. Esa tarde nos fuimos temprano. Estábamos agotados de la semana. Había sido la peor para ella, no podía respirar, no se despertaba casi y parecía tener dolor. La boca se le había secado y alcanzábamos a ver una lengua llagada por el aire, esa semana nos había partido el espíritu y compartíamos un sentimiento complicado. No queríamos que se fuera, pero queríamos que dejara de sufrir, y en nuestras miradas se veía lo miserable que nos hacía sentir eso. La verdad, habíamos llegado al punto que no sabíamos hacer otra cosa que esperar, y esperar era agotador.
Nos fuimos tranquilos, no nos pusimos de acuerdo en ver quien iría el domingo por la mañana, sabíamos que todos estaríamos ahí, y dormimos bien, planeando encontrarnos al día siguiente, encontrarla a ella y seguir contando historias familiares desde 1937 hasta el 2011. Pero eso ya no sucedió.
Me despertó el celular a las 9:30, supuse que era mi mamá y que necesitaría algo de la farmacia o me preguntaría a qué hora llegaría al hospital. Sí era mi mamá, me dijo: “Verito, ¿vas a venir al hospital” – Sí. “Pues vente en cuanto puedas, porque la abuela ya se fue”. En ese momento esbocé una sonrisa imperceptible, volteé a ver a Jessica y le hice una señal de “dislike” con la mano mientras movía la cabeza diciendo que no. En seguida supo qué pasaba. Colgué. Jessica tenía esa cara de horror esperando que yo cayera en un colapso nervioso pero no lo hice, le dije: “por fin está descansando” hay que apurarnos para irnos y me fui a bañar. Jess se quedó muda y decidió simplemente seguir mis instrucciones sin preguntar nada más.
El coche se había descompuesto el día anterior justo afuera del hospital. Tomamos un taxi y todo el camino fui mirando por la ventana, recordando los últimos 6 meses y los últimos 28 años que estuve con ella, pero sin llorar, sólo con esa sonrisa imperceptible, culpable, de saber que por fin estaba en paz. Pensé que se había ido por eso, porque el sábado nos vio juntos, nos escuchó contentos, tranquilos, sabía que podríamos superarlo y que permaneceríamos juntos aunque no estuviera, cuando supo que todo estaría bien, creo que decidió partir. Eso creo.
Lo que siguió no es para contarse. Los trámites, el velorio, etc. nada de eso fue agradable y el alivio de saber que ya estaba en paz empezaba a sustituirse por la tristeza de entender que ya no estaría jamás. El domingo algunos no dormimos, otros durmieron una noche entera por primera vez, a algunos se nos partió el alma y a otros les descansó por fin.
Así fue como se fue, pero como decían los samurais, no importa cómo murió, sino cómo vivió. Fue feliz, tuvo una vida plena, rodeada de su familia y amigos, tuvo una vida dura de joven, pero siempre fue muy fuerte y supo salir adelante, era muy sabia, sabía dar siempre un consejo útil, y si no tenía cómo ayudarte sabía como hacerte sentir mejor. No conozco una sola persona a quien le cayera mal, así como cuentan del Abi, ella es la mejor persona que he conocido y espero que haya sido tan feliz conmigo como yo lo fui con ella. El doctor dice que es en la única persona en quien confiaba, es probable que tenga razón. Siempre fue franca y me habló de frente, me consintió y me ayudó cuando lo necesité, me abrió las puertas de su casa y de su vida y siempre tuvo una sonrisa para mí y para todos. Algún día entenderé por qué tuvo que pasar por esa etapa tan difícil en el último momento, pero me quedo tranquila de saber que antes de eso estaba perfecta y estaba contenta. Que durante ese tiempo tuvo oportunidad de ver a toda su familia, hasta los más lejanos. Que su último cumpleaños lo pasamos fenomenal con una parte de España que hacía falta, que nunca estuvo sola, ni le faltó una llamada o una visita que la hiciera sonreír, que tampoco le faltó nada después del ’45, que siempre pudimos apoyarla, ayudarla y ver por ella cuando no pudo. En fin, fue una gran persona y tuvo una vida feliz, no creo que se pueda pedir nada más. Y ahora donde está, está aún más contenta, bailando Fascinación con el amor de su vida, jugando cartas con sus hermanos y viéndonos claro, porque nunca nos dejará de cuidar y siempre habrá un sueño donde aparezca y nos de un abrazo, nada más para que nos acordemos que ahí está, ahí sigue, sólo que ahora está bien y en un lugar mejor.
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