Si no dejas que la vida te afecte no te partirá el corazón. Y no, no se trata de venir al mundo a sufrir, sino de salir a una terraza y permanecer ahí mirando la luna, sentir que el frío te quema y no moverte ni un centímetro porque lo que contemplas es demasiado bello para ser verdad, es caminar hacia la casa de tu pareja bajo una lluvia constante y no maldecir, dejar que las gotas te mojen la cara, brincar sobre un charco como no lo has hecho hace mucho tiempo o como no lo has hecho nunca, llegar a esa casa y ser recibido con un abrazo y una hermosa cara de comprensión que te manda a tomar una ducha, salir del baño y descubrir un tierno recado en el espejo empañado, quizás una caricia perdida encontrando el rumbo o una divertida conversación entre la regadera y el lavabo. Es entender que a veces las peores cosas pueden ser las mejores vistas desde otro enfoque.
Justo ayer comentaba que el dinero perdido se disfruta más que el dinero tenido. Cuando pierdes dinero maldices, te enojas, te frustras, es una sensación muy desagradable, de coraje e impotencia, pero si después encuentras ese dinero te sientes mucho más pleno que si nunca lo hubieras perdido. Es infinitamente más placentero encontrar un billete abriendo la puerta del congelador, a encontrarlo abriendo tu cartera. Si no dejas que la vida te afecte, no te partirá el corazón. Es el ying yang, siempre tiene que haber algo malo en lo bueno y algo bueno en lo malo, para mantener este equilibrio de tan dudosa existencia. Sí, la vida sería muy agradable si todo fuera bueno, pero gracias a fuerzas ajenas a mi capacidad mortal eso es imposible.
No hay nada mejor que los sentidos. Ver, escuchar, saborear unas enchiladas verdes y disfrutar de la lágrima que corre por el picante, pero no hay nada más extasiante que esta intangibilidad de los sentimientos, es sentir que te has tragado un ladrillo y no se te acomoda en el estómago, sentir que tu corazón es un globo y se infla tanto que no te cabe en el pecho, sentir que te desinflas de la cabeza a los pies cuando algo no sucede como lo esperabas o sale de la pero manera que hubieras imaginado, poder llorar por alguien, poder tragarte una espada, caminar, dormir, respirar con ella atravesándote la garganta por una perdida insuperable, poder sentir que algo o alguien es capaz de atravesarte el alma. Son sentimientos que cualquiera preferiría evitar, que alguien cuerdo y sensato pensaría que son rayanos en la crueldad pero yo no, a veces para dejar que la vida te afecte tienes que volverte loco y estúpido, así han sido los genios de nuestros tiempos, locos y estúpidos hasta que alguien encuentra una utilidad productiva en sus ideas y pasan del manicomio a la historia. Yo disto mucho de ser un genio, pero como los griegos dirían, soy alguien feliz, porque vive con pasión.
Los griegos al morir alguien solamente preguntaban: ¿tenía pasión? Y esta antigua cultura, pionera de nuestra civilización estaría orgullosa y complacida con mi respuesta y sus detalles.
Verónica López Fernández, murió la tarde de ayer a cuasa de un paro cardio-respiratorio al encontrar que el mundo ha perdido la fe en la pasión. Su vida giraba en torno a impulsos y emociones, descubiertas después del más famoso y potente detonante de las mismas: el amor. Vivió enamorada toda su vida, no de alguien, sino de la vida misma, burlándose del cliché que esto implicaba. Pasaba noches casi enteras en su balcón, observando una ciudad cuyas luces intermitentes escuchaban sus pensamientos en silencio, y sólo respondiendo a ellos bajo señales que solamente ella entendía. Sus ideas cuya originalidad rayaba en la locura, eran recibidas por sus escuchas con la expresión árida de la sorpresa y el absurdo pero ella sonreía, porque sabía que a fin de cuentas, al menos pensaba en algo más trascendente que la factura que están buscando desde ayer, en el mundo desconocido de la bodega de contabilidad. Podía pasar horas viendo las luces del árbol de navidad prender y apagar y le gustaba más su segundo apellido, Fernández, porque le recordaba a su abuelo. Su abuelo le decía “la reyna mora” a pesar de tener ojos verdes y el cabello casi güero, ya que la leyenda contaba que la reyna mora había sido de todas las culturas y civilizaciones la más sabia y la más bella de todo imperio.
Escribió un libro que nunca publicó, ya que nunca pudo encontrar un final adecuado, eran 114 páginas acerca de su vida, por lo que cada vez que intentaba ponerle un final y un epílogo adecuado encontraba que tenía que escribir un capítulo más, así nunca llegó a terminarlo. 114 páginas de una historia inconclusa enmarcan una auténtica caja de Pandora, y cuentan que quien la abra descubrirá el secreto, la clave, la respuesta a esa pregunta que nadie hizo pero todos quieren saber, ¿Cómo se obtiene la felicidad? Ella decía que en cada atardecer, cada luna llena de octubre, cada respirar minuto a minuto del día a día era disfrutar de una sorpresa que no pedimos pero tenemos, como encontrar aquel billete justo en la esquina del congelador. Citando a Oscar Wilde Verónica vivió con la teoría de que “a veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto y de pronto toda nuestra vida se concentra en un instante”, de modo que a veces la vida diaria puede ser una bonita historia para contar. Verónica encontró así el final de su libro, y era tan extraordinario que no fue capaz de escribirlo en una hoja, y lo grabó en su corazón esperando que un día la vida dejara que los demás fueran capaces de entenderlo y poder contarlo. Ese día no llegó, no en su tiempo. Sin embargo para esperanza de aquellos que aún apuestan por el destino, el amor, y la fe en las cosas pequeñas, quedan 114 páginas en las que sólo un loco, insensato y tonto apasionado podría encontrar aquel instante que Verónica se llevó en el corazón en el respiro que cargó con su alma.